jueves, 19 de abril de 2012

XI

Pasé una noche agitada. No pude dibujar ni pintar, aunque intenté muchas veces empezar algo. Salí a caminar y de pronto me encontré en la calle Corrientes. Me pasaba algo muy extraño: miraba con simpatía a todo el mundo. Creo haber dicho que me he propuesto hacer este relato en forma imparcial y ahora daré la primera prueba, confesando uno de mis peores defectos: siempre he mirado con antipatía y hasta con asco a la gente amontonada; nunca he soportado las playas en verano. Algunos hombres, algunas mujeres aisladas fueron muy queridos, por otros sentí admiración (no soy nada envidioso), por otros tuve verdadera simpatía; por los chicos siempre tuve ternura y compasión ( sobre todo cuando, mediante un esfuerzo mental, trataba de olvidar que al fin serían hombres como los demás); pero, en general, la humanidad me pareció siempre detestable. No tengo inconvenientes en manifestar que a veces me impedía come en todo el día o me impedía pintar durante una semana el haber observado un rasgo; es increíble hasta que punto la codicia, la envidia, la petulancia, la grosería, la avidez, y en general, todo ese conjuntos de atributos que forman la condición humana puede verse en una cara, en una manera de caminar, en una mirada. me parece natural que después de un encuentro así uno no tenga ganas de comer, de pintar, ni aun de vivir. Sin embargo, quiero hacer constar que no me enorgullezco de esta característica; se que es una muestra de soberbia y sé, también, que mi alma ha albergado muchas veces la codicia, la petulancia, la avidez, y la grosería. Pero he dicho que me propongo a narrar esta historia con entera imparcialidad, y así lo haré.


El Tunel, Ernesto Sábato.

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